Visitar El Sadar nunca es sencillo. Para ningún equipo.
Osasuna inició el campeonato como un torpedo pero sus tres derrotas en los
cinco últimos partidos abrieron cierta incertidumbre que podía ser aprovechada.
No fue así. Más bien todo lo contrario.
Cuando una escuadra incide en malos resultados el estado
anímico se resiente y siempre es mejor jugar contra un equipo con dudas que
pletórico de moral. El Mallorca debía plantear un partido largo y de desgaste
para así hacer titubear a su adversario. Los mallorquines saltaron al terreno
de juego dormidos. Demasiado flojos.
Durante los primeros quince minutos fueron
chafados por un rival que se creció hasta el infinito. A partir de aquí se jugó
a remolque para ir creciendo poco a poco pero de forma insuficiente. El juego directo, la presión alta y la estrategia eran, a
priori, las señas de identidad a sujetar de forma obligada. Solo se consiguió a
ciertos tramos del encuentro.
Albert Ferrer volvió a confiar en su triángulo formado
por Yuste, Ros y Sissoko. Había peligro de colapso en el centro del campo.
Seis, o más futbolistas, de ambas escuadras acecharon con una lucha encarnizada
por sujetar y, a la vez, controlar la medular. Y así pasó.
La zona ancha del
terreno de juego se convirtió en terreno minado. Osasuna salvó mejor la
densidad de futbolistas e interpretó un fútbol mucho más práctico. El Mallorca
ganó la batalla de una posesión ineficaz y nada peligrosa. Por su parte Enrique
Martín volvió a meter una línea de cinco atrás exigiendo a sus laterales de
largo recorrido. Oier y Martins fueron los encargados de trabajar a destajo por
fuera.
El gol sigue siendo una asignatura pendiente que no se
está corrigiendo. Los cambios del entrenador tuvieron un punto frustrante. Coro
debió acompañar a Bianchi en liza de ataque y Sissoko, si no tuvo lesión, jamás
debió abandonar el terreno de juego.
El Mallorca tiene un problema de juego. El equilibrio entre
juego ofensivo y defensivo es, ahora mismo, un boquete demasiado grande. El
precio que se está pagando no es asumible. El desarrollo de cualquier ataque es
plano y la acción sorpresiva prácticamente nula. Las llegadas carecen de un plan adecuado.
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